«Luna», una emigrante en Chile

La noche complace a la ciudad de Iquique, los ruidos ya no molestan, los tacones le maltratan las piernas y adornan su figura, otro día de trabajo.

Su uso horario está invertido, parece que habita en otro hemisferio, tal vez, por eso el nombre Luna, le guarda mayor semejanza con su compañera incansable, fija todas las noches, sin utilizarla como pretexto provocativo, en su cartera de servicios.

Incomprensible quizás su manera de ganarse la vida como dama de compañía, pero aceptada por ella. Observé su figura toda la noche, resaltada por ese vestido corto y salvaje, adornado con los colores de una fiera rápida y letal como el leopardo; me recordó las clases de semiótica en segundo año, coincidencia supongo.

La noche avanza en la discoteca. El escenario para bailar, triste por su ausencia, se conforma con las piruetas de su cuerpo entre cortinas de humo, cubierto por manos de otro planeta, con más derecho que yo en mi ciudad. Sentí envidia, sin embargo me dio pena, observé en su rostro el placer fingido, enmascarado con sonrisas. Los tragos, que la imaginaban a solas conmigo se hicieron más seguidos pero no me dejé confundir, preferí verla en carne y hueso a 10 metros de distancia y desde allí, arreglarle el pelo con la mirada y sufrir esa suerte de tenerla cerca.

Ante mis ojos es estrella fugaz, que se queda como lunar en mi cuerpo. Ella, ¿víctima de la sociedad?, trabajadora de la caridad diría yo, porque con todo lo que vi esa noche es poco el dinero que se pueda pagar por su aliento sobre la piel.

Me quedé con ganas de conocerla. De compartir, con tragos entrecortados por caricias, experiencias mutuas de la vida y adornar con su reflejo la oscuridad. Quizás por admirarla desde lejos y creyendo que solo como astronauta llegaría a caminar en su superficie, me animé a nombrarla Luna, ejemplo perfecto de pureza y belleza a distancia.